Disponía desde el siglo VI a.C., de un excedente de mano de obra, que acabó profesionalizándose como mercenarios, al servicio de alguno de los señores dominantes de la zona interior, o de la propia capital, que se alquilaba con sus pupilos a los estados sobre todo helénicos, para las continuas guerras que se desarrollaban en el Mediterráneo Oriental y Central. Al principio estos enrolamientos de jóvenes se producían en momentos puntuales, generalmente en invierno, con el fin de que diese tiempo para su preparación y traslado a la previsible guerra para la que habían sido contratados.


Más adelante los jefes de las castas militares, quizá no fuesen a la guerra con cada reclutamiento, sino que permanecerían en sus propios poblados, realizando una captación de manera continua, así como un entrenamiento previo, que aumentaría la capacidad combativa del individuo, y por ende, su precio, enviando a los soldados, una vez formados, a los diferentes frentes que lo solicitasen.


Lo que sí se mantuvo durante estos cuatro siglos, fue la contrata por unidades completas, con sus jefes tribales, o al final con los jefes ya formados como militares, que no perdían nunca su característica, luchasen contratados por quien fuese.

Los contratos solían ser para una guerra o una campaña concreta, esto significaba un mínimo de un año, pero en estos siglos, raramente una guerra duraba un año, simplemente se interrumpía la lucha en invierno a causa de las inclemencias del tiempo, reanudándose en cuanto éste mejorase, pudiendo una guerra durar varios años, a veces veinticinco o incluso cincuenta, por lo cual, el alargamiento de las hostilidades hacía que los soldados tardasen varios años en regresar, no volviesen nunca, o pasado el tiempo adecuado, y previa petición, el jefe mandase nuevos contingentes que se sumasen o sustituyesen a los diezmados en la guerra.


El sueldo de un soldado no era excesivamente alto, y teniendo en cuenta que cada uno se compraba sus propias armas y equipo, no era muy rentable contratarse simplemente por "la soldada". Lo realmente interesante era el saqueo o pillaje posterior a una victoria, sobre todo en la toma de las ciudades. Estos “sacos" podían representar auténticas pequeñas fortunas, y dar retiro de por vida -económicamente hablando- a los afortunados. De todas maneras, menos de la mitad de los mercenarios volvían a casa, de éstos la mayoría tan solo con unos pocos ahorros. Los que verdaderamente se beneficiaban, eran los intermediarios y los jefes de los poblados, que recibían sus propias compensaciones económicas sin moverse de casa.


En el siglo III a.C., este mercenariado, había pasado a ser controlado completamente por la casta político militar que dominaba la capital, Edeta, siendo su rey Edecón, el máximo responsable del sistema de reclutamiento y formación de un ejército especializado, compacto y aguerrido, que disponía de una clientela fija de Estados Griegos, incluso en algún momento de la propia Cartago, constituyendo un poder casi absoluto, tanto en el orden militar, como social y económico. Solamente se oponía a ello la comercial Sagunto.
Los antecesores de Edecón, estructuraron su ejército, en función de lo aprendido en múltiples batallas de los tres últimos siglos, sobre todo de los ejércitos griegos, medos y etruscos, adecuándolo a sus posibilidades en unidades tácticas de unos mil hombres, que además podían disgregarse o agruparse con otras.


Existía la infantería ligera, con funciones de hostigamiento, así como la caballería ligera, similar a los cazadores de caballería de siglo XVIII de nuestra época. La infantería pesada, que formaba de una manera similar a la griega pero sin la utilización de lanzas tipo sarisa, y por último la caballería pesada que resolvía el final de la batalla.